UN DÍA CON LOS MILITARES




A las 4:30 de la mañana estábamos todos reunidos en el Batallón de la 106 con séptima para salir al día de liderazgo e integración de 30 militares. Desde el soldado raso, hasta el comandante, teniente y capitán del curso de “la Escuela de Operaciones Psicológicas” en el área de trabajo en equipo de oficiales de la marina, ejército, aeronáutica y policía.

30 hombres y dos mujeres incluyéndome, componiamos el grupo. Lo cual al principio resultó ser un poco incómodo, por tanta testosterona junta que hizo que en un principio me cohibiera un poco.

Nos dirigimos a Tobia ubicado entre Villeta y la Vega, en un bus destartalado del ejército. Todo le sonaba, aunque era espacioso y el equipo de sonido era el último en tecnología. A mi lado estaba sentado el teniendo David, quien lleva más de 13 años en el ejército. En el camino, él no dejaba de impresionarse por la belleza de los paisajes de nuestra tierra. El Teniente ha recorrido la mitad del país pero en otras condiciones, en donde no puede tomarse el tiempo de admirar la belleza y en donde la guerra hace de las suyas. David se da la bendición y cuenta que lo que más miedo le da de estar en el monte, son las minas quiebra patas, esas que al pisarlas explotan, ya que ha visto a varios de sus compañeros caer en ellas.

En la mitad del camino paramos en un desayunadero en donde el menú era: un caldo de costilla, huevos revueltos, pan y chocolate caliente por solo $4000 por persona. Eso sí, el caldo de costilla era mucho para mí, pero repetí huevito. El recorrido fue eterno, nos demoramos 2 horas y media en llegar y muchos aprovecharon la demora para echarse un sueñito. El líder del grupo el señor Ángel Calderón, también usó ese tiempo para conocer a cada uno de los integrantes del grupo. Y no sé cómo, pero en menos de 5 minutos casi todos le habían abierto su corazón, contándole las cosas más íntimas y dolorosas de ellos. Será que nadie se toma la molestia de hacerles preguntas tan simples como ¿Cómo están? ¿Cómo se sienten? él les preguntaba en cada entrevista algo tan simple como si sabían nadar por cuestiones de seguridad y por ejemplo Orlando enseguida le dijo que sí, pero que tenía un trauma muy fuerte, porque 14 años atrás, ese mismo río al que íbamos, se había llevado a su hermana menor.

El ritmo era fuerte, un paso constante y nadie se ayudaba entre sí, era como si ellos inmediatamente al entrar en ese lugar, pasaran de ser civiles,  a soldados programados y centrados en la orden que habían recibido. Como máquinas transformadas que en ese momento, se alejaban de todo lo que podría ser humanos.

Jorge y Camilo fueron los únicos que en algunos tramos me ayudaban a cruzar al verme de última. ¿No les parece esto un paraíso? ¿tanta paz, tanta belleza? Les pregunté, ellos se miraban las caras como diciendo “esta tonta no sabe que este es nuestro diario vivir en la selva Colombiana y de hermoso no tiene nada”. Fue irónico haber pensado que estar aislados en un lugar así, rodeado de vida e inspiración, no los conmoviera, pero también opté por disfrutar solita de tanta hermosura, porque en parte, yo no puedo saber por lo que ellos han pasado y mucho menos juzgarlos.

En la mitad del recorrido el líder del grupo los sentó a todos sobre unas piedras y les pidió que cerraran los ojos por un momento. “Quiero que oigan el entorno en donde se encuentren… oigan los pájaros, la caída del agua sobre las piedras, que sientan todo lo que los rodea en este momento: el viento, los arboles, el rio… quiero que cuando ustedes se encuentren en una situación difícil, un instante en el que no pueden más, recuerden este  momento bello; por qué es suyo, y es un regalo de la vida que se lo pueden llevar para cuando más lo necesiten, cuando estén a punto de dispararle a un enemigo, recuerden este momento, tómense dos segundos y respiren. Quiero que se estén agradecidos por lo que tienen, por lo que la vida les ha dado, y quiero que recuerden a todas las personas que ya no están con ustedes...” En ese momento todo cambió, el ambiente se transformó y algunas lágrimas brotaron de sus ojos… Fue como si de esas maquinas programadas que había visto pocos minutos atrás, pasaran a ser seres humanos nuevamente que se permitían sentir, llorar, apreciar, admirar… Eso los conmovió y de ahí en adelante el paso bajó, yo ya no era la última y todos me colaboraban con el bendito botiquín que me habían encargado y que pesaba más que yo.

Empezó la diversión. Rodaderos naturales de piedra entretuvieron a los militares que se burlaban entre ellos, se echaban agua y sonreían al tirarse desde ellos. “Ahí viene la bomba atómica” le decían al más gordito del curso, cuando se tiraba de allí. Aunque el agua era fría, todos estaban gozando el momento y recordaron que no estaban en ninguna misión, simplemente en un curso de integración en donde estaba permitido disfrutar, reírse y gozar.

Para salir de allí teníamos que subir por una pequeña montaña, era un tramo lleno de ramas, árboles, y mucho barro resbaloso. “Esto me recuerda a Don Pedro” dice el Capitán Orlando, todos se reían menos yo, en verdad no entendía quien era ese personaje y a que venía el recuerdo. Al preguntarle, el Capitán me contó que en la selva colombiana hay un mito. Se trata de un árbol. Dicen, que cuando los militares o campesinos están en el monte, hay un tipo de árbol al que tienen que saludar de inmediato a penas lo ven,  por que sino lo hacen, el árbol les produce dolorosas ronchas, y para que esto no ocurra, a parte de reconocer la especie, se tienen que detener y decirle al árbol “Buenos días Don Pedro” y así no se les hincha nada. Para ellos era un chiste interno de las vivencias que han tenido lejos de su hogar, pero para mí era un detalle tan valioso que me hacía pensar que mitos como estos, debían rodear cada rincón de nuestro país.

Después de salir de la montaña llegamos a los botes especiales para hacer rafting. Todos gritaban de la emoción porque esta actividad era completamente diferente y nueva para muchos. Después de un largo recorrido los botes pararon en un lugar  donde había un puente de 9 metros y todos nos teníamos que tirar.

“¿9 metros? No hay ninguna posibilidad que me tire de ahí. Por más chaleco salvavidas, no, no, no, que susto”. Uno por uno se iba tirando del puente como si fuera lo más fácil del mundo. “Monita, suba y mire a ver si se anima” dijo el Paracaidista Hernán. Subí por curiosidad a ver si desde arriba se veía menos temeroso, pero no fue así. Apenas llegué allí, los militares daban por hecho que la próxima era yo. “Que se tire, que se tire, que se tire” gritaban todos, y eso me asustaba aun más, aunque en el fondo yo si quería tirarme, ¿si ellos podían, yo por qué no? En ese momento me dio un impulso: “Hernán quiero tirarme, que tengo que hacer, ¡que susto!”, Tranquila Monita, me contestó, “esto es breve. Mire al frente, no hacia abajo porque si no, no salta. Y tranquila, que se siente rico, va a ver, hágame caso. Tranquila, tranquila…” me dijo. Pasé una pierna, luego la otra por la baranda del puente, ya estaba allí; era inevitable ver hacia abajo, el rio, la altura, todos me miraban a ver si lo iba a lograr. 
El corazón a mil y la cabeza pensando, lo hago, no lo hago, ¿qué hago?, ya nada, porque estaba en esas y no tenía otra opción… El Capitán Hernán me agarró del chaleco para darme seguridad y me iba dando indicaciones. No sé, si porque me dijo que era paracaidista o por ver a casi todos tirándose de ahí, que me dio a mí también por hacerlo. “Bueno va” grité a todo pulmón. No puedo explicar la sensación tan fuerte que sentí, realmente es espectacular. La adrenalina se me subió y ¿qué pasó? que no me tiré una, sino cuatro veces más, y hubiera seguido tirándome como niña chiquita, de no ser porque nos teníamos que ir.  Tengo que decir que en ese instante todos esos machos con los que estaba, empezaron a verme como uno más de ellos, me respetaban más. Habíamos formado un lazo especial.

Almorzamos una trucha frita, arroz con coco, patacón, yuca y ensalada en una gran mesa redonda, ¡y si que teníamos hambre! Sentados allí, empecé a detallar a cada uno de estos personajes. El día pasó tan rápido, que había pasado por alto un gran detalle. Muchos de ellos tenían cicatrices en la cabeza, cara, hombros, pechos, barrigas, piernas, brazos, manos... fue un gran golpe para mí, porque ahí es cuando uno vuelve a la realidad y entiende que les toca muy duro. Estos hombres, sacrifican la vida por nuestra seguridad, por nuestra paz ¿y todo por qué? Por una guerra sin sentido, que sólo trae violencia, sangre, lágrimas, muertes y más cicatrices…


A la devuelta el equipo de sonido del bus destartalado, hizo de las suyas, todos cantaban Peter Manjarres, esa que dice “estoy enamorado, tragado de ti, de tu mirada encantadora” hasta reggaetón de Wisin y Yandel.  Estaban tan felices de ese día, en el que se integraron en un ambiente de tranquilidad, goce y distracción. Mientras yo pensaba en que hoy siento más respeto y admiración por estos militares. Fue una experiencia inigualable para mí, porque pude compartir con ellos. Y pude comprender que son personas de carne y hueso que dedican sus vidas a la lucha, por nuestra seguridad, nuestra paz, nuestro futuro; y muchas veces, nos olvidamos que son individuos con familias que los esperan de vuelta en casa, que sienten, que se ríen, sueñan, anhelan…

2 comentarios:

  1. Vivi, te felicito. Muy buenas fotos y excelente articulo.

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  2. Sonia, gracias por tu comentario lo aprecio mucho de una increible fotografa y escritora como vos :)

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